LA SIGUIENTE NAVIDAD


La felicidad no es la risa, el placer o la satisfacción.
Es la serena certeza de que el amor existe en nuestra vida.
Entonces empiezo por lo importante: pongo mi corazón y pensamiento
en las personas que quiero, que quise y querré
con las mil formas de amor que conozco.

 

La casilla era muy pequeña, pero tenía casi todo lo necesario: una cocina, un baño y otro ambiente grande, lo suficiente como para separar con una cortina el colchón en el que dormían papá y mamá del nuestro. Las ventanas tapiadas se abrían hacia un pasillo y por las rendijas se veían otras casillas iguales. La puerta daba a la calle de tierra y tenía un ventanuco, que siempre manteníamos con el postigo cerrado.

Mientras papá ordenaba los papeles que tenían que llevar, mamá revisaba que todo quedara ordenado. Me repetía las recomendaciones de siempre:

– No le abras a nadie. Si quieren mirar los dibujitos, poné muy bajito el volumen para que no se escuche desde afuera. Dale la mamadera a la nena en cuanto se despierte, para que no llore. Prestá atención a los ruidos de afuera…”

Papá le repetía cada tanto, sin apartar los ojos de los documentos que revisaba:

– Dejá a ese chico tranquilo, él sabe qué tiene que hacer, ya casi es un hombre…

A mis ocho años, esa frase me hacía sentir orgulloso y feliz.

Mi madre no dejaba de enunciar todas las precauciones:

– Cerrá la puerta con las dos trabas. Después de calentar la mamadera fíjate bien que esté cerrada la llave de la garrafa. Nosotros nos vamos por unas horas. Cuando volvamos, vamos a golpear la puerta, pero no abras hasta que te digamos la palabra. ¿Te acordás cuál es?

Por supuesto que me acordaba. No hacía tanto tiempo. Era la única forma de saber si quien estaba del otro lado de la puerta era amigo o enemigo.

Cuando por fin se fueron fui a mirar a mi hermana. La gorda dormía, serena como siempre. Subí la manta para abrigarla, yo tenía frío y pensé que ella también podría sentir cómo el viento se colaba por las rendijas en esa casa desvencijada.

Era un alivio que fuera tan chiquita. Mi padre pudo ocultarla entre unos bultos de ropa sucia cuando llegó la milicia a casa. Yo tuve que pasar la noche debajo del piso, acosado por las ratas y las arañas, empapado en sudor y muerto de miedo.

Se comieron todo lo que encontraron y se repartieron las pocas monedas ahorradas. A ellos les pegaron mucho, pero nosotros dos nos salvamos. Se llevaron todo…, menos la ropa sucia.

Cruzamos la ciudad entre los escombros después del bombardeo. Mi padre tuvo que ayudarme a trepar, yo era una carga. Pero mi madre había podido cargarla a ella sin dificultad.

Mientras la estaba mirando, se despertó. La alcé en brazos. Ya no era tan liviana, pero seguía siendo dulce y tranquila. No lloró y se tomó toda la leche. Tenía hambre. A mí también me rugía el estómago. Esa mañana junto a la taza de té no había más un pedazo de pan.

Prendí el televisor destartalado y le bajé el sonido. Busqué los dibujos animados y nos sentamos los dos sobre el colchón, cubiertos con la manta, a mirar la pantalla muda. Era una historia de Navidad, con renos que huían y elfos que cargaban regalos en un trineo. Ella de vez en cuando se reía, pero yo le hacía la seña de hacer silencio y se tapaba la boquita, mirándome feliz.

Me aburría. En los dibujitos siempre pasa lo mismo: el malo persigue al bueno, tropieza o se cae y el bueno se salva. Yo ya sabía que la vida no era así. No siempre los buenos se salvan. Los golpes no sanan rápido. La gente se muere en las peleas.

Escuché ruidos afuera. Unos chicos estaban en la calle. Corrían de un lado al otro, persiguiéndose, gritando. No llegaba a adivinar qué hacían. Acerqué una silla, para tratar de verlos por las rendijas del postigo. Sólo podía ver sus piernas.

El terror me asaltó. De repente me sudaba la espalda, las ratas y las arañas volvieron a correrme por las piernas. Contuve la respiración y me di vuelta para mirar a mi hermana. Se había quedado dormida.

Esperé. La luz del sol se apagaba en la tarde de invierno de ese país helado.

En una de sus carreras frente a la puerta, escuché risas… Jugaban con una pelota. Una linda pelota de cuero, un poco descosida, pero todavía bien redonda.

Papá me había dicho que en ese país no había guerra, pero yo no recordaba más que bombardeos y milicias arrasando todo, hasta que quedó sólo polvo, sangre y olor a muerto.

Recordé a mis amigos, los que habían desaparecido y los que huyeron, cuando jugábamos entre los escombros buscando vainas servidas para hacer collares y pulseras.

Casi me caigo de la silla tratando de ver mejor. Quería salir a jugar con ellos.

Mi corazón latía como un caballo desbocado. Bajé de la silla y la coloqué en su sitio sin hacer ruido. Tenía ganas de llorar, pero no me acordaba cómo se hacía.

Volví a tapar a la nena con la frazada y me senté a su lado a tratar de recordar cómo eran mi casa antes de la guerra: La imagen de mamá, cantando feliz en la galería cruzó por mi mente. Hacía mucho que ella no cantaba…

Los golpes en la puerta me arrancaron los recuerdos. Del otro lado, la voz de mi madre dijo mi nombre, pero no abrí. Ella me había enseñado. Mi padre fue el que dijo la palabra. Saqué las trabas y abrí muy despacio.

Sus caras sonrientes lo decían todo, pero ellos me abrazaron entre los dos y repetían llorando: “¡Nos quedamos! ¡Nos quedamos acá! …”

6 comentarios en “LA SIGUIENTE NAVIDAD

  1. susana

    Muy emotivo Adry, has reflejado en pocas palabras las secuelas que a un niño le quedan después de una guerra, que lamentablemente, Siempre sufre el más desvalido. Sinceramente, espero una segunda parte, porque ésta historia lo amerita. Suerte!!!! Y mucho éxito.

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